Ya no es la niña chismosa del colegio, o un primo descarriado el que cuenta a los pequeños la verdad sobre quién trae los regalos en Noche Buena. Ahora son los padres quienes deben armarse de valor y confesar una mentira blanca construida durante años. La crisis se cuela hasta en las ilusiones infantiles.
Emily Avedaño / El Estímulo
Mamá, yo quiero que el Niño Jesús me traiga un teléfono inteligente.
–¿Y qué más?
–Nada más.
Claudia lo piensa. Se arma de valor y responde:
–Tenemos que decirte algo: el Niño Jesús somos tu papá y tu mamá.
La mujer dice que se le hizo un nudo en la garganta, que Verónica –su hija de 10 años a quien le tuvo que confesar la verdad– se puso las manos en el pecho de la impresión y suspiró. Ella todavía juega con muñecas. Su mamá la describe como una niña “muy inocente” por lo que a esa edad, a la que muchos niños ya han descubierto a sus padres hurgando en clósets o espiando a medianoche, aún seguía creyendo. “Tuve que decírselo. No me alcanzaba ni para comprarle un perolito. Era eso o los estrenos”, vuelve a confesar.
La niña entendió. “Es verdad, mamá. Y el dólar también subió”, fue lo último que contestó y después se lanzó a abrazar a Claudia.
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Estas Navidades no serán lo mismo para muchos padres, y menos para unos cuantos niños que deberán enterarse o ya se enteraron de que durante años sus papás eran quienes colaban los regalos hasta los pies del árbol o se los ponían junto a sus camas sin que ellos se diesen cuenta. Llegaron a esa verdad no porque ya estuvieran grandes o por su propia curiosidad. Las dificultades económicas obligan a los adultos a revelar el secreto que antes solía guardarse con celo hasta ser descubiertos.
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