Orlando Fundora ya vive en su propio apartamento. Cuando tomó en sus manos la llave y dio las debidas vueltas al picaporte para recorrer junto con su esposa la amplitud de la cocina, el salón, las habitaciones y los balcones que dan a uno de los lagos artificiales de Miami, lloró.
Fundora ha llorado muchas veces en estos últimos meses, con emociones encontradas, conmoción, enfado, desesperanza, resignación, desconcierto, esperanza. Desde que decidió contar su caso al Diario las Américas abriendo su vida personal al debate público, ha pasado varias veces por esos estados. Lo hizo sin la fanfarria que acompaña a los interesados, con legitimidad, cierto pudor y mucha vergüenza.
“Imagínate que formé parte de un proceso de negociaciones entre Cuba, la Unión Europea y Estados Unidos, para salir de Cuba siendo preso político, prisionero de conciencia por luchar por la restitución de los Derechos Humanos allá y que haya ido a parar aquí abajo”, dijo desde el que fue hasta hace muy poco su escenario cotidiano, una furgoneta con todas sus cosas aparcada debajo del puente de Key Biscayne.
Fue adoptado y ahora busca desesperadamente a su hermana por Facebook
Su caso era complejo. Estados Unidos es un país con una protocolo inmutable y establecido y cualquier paso en falso te puede tirar a las calles y dejarte allí para siempre. Si se unen los elementos, entonces la historia puede llegar a tener un final feliz como el de Orlando Fundora y Yolanda Triana.
Lamentablemente no siempre es así para todas las personas cuyas circunstancias los han ido empujando a ese agujero sin fondo que es vivir de la piedad y en la indigencia.