A finales del siglo XIII la flota de Kublai Khan fue derrotada por tifones de una furia inefable. Muy superior en número y fortaleza, la victoria se descontaba. Pero dos veces fracasó en su intento de invadir Japón. A los invasores los derrotó una fuerza superior: un kamikaze, un viento divino. El término, con el transcurso de los siglos, entró en desuso. Sin embargo el episodio no fue olvidado: los japoneses suelen recordar.
En octubre de 1944, con la flota norteamericana avanzando en el Pacífico, los japoneses veían como el poderío del enemigo los ponía en graves dificultades. Los comandantes japoneses vislumbraron que sería difícil revertir el trámite de la guerra sin nuevos métodos, eficaces y que pudieran ser puestos en práctica con celeridad.
La defensa heroica de sus hombres parecía ya no alcanzar. El espíritu samurai no se doblegaba pero no bastaba para frenar el avance enemigo. Los aviones, buques y el armamento norteamericano eran superiores en cantidad y en tecnología.
El mecanismo creado fue sencillo. Y desesperado. Lanzar aviones contra los buques enemigos. Aviones cargados con poderosas bombas y con el piloto dentro. No había otra forma.
La maniobra era de una enorme complejidad: había que esquivar el fuego enemigo proveniente de los barcos, el ataque de otros aviones y acertarle, en medio de ese aquelarre de disparos y maniobras distractivas, a la nave rival en el lugar exacto, en un sitio en el que el daño producido tuviera como consecuencia el hundimiento o la inutilización. Un avión a la deriva, con el piloto eyectado, nunca podía dar en el blanco.
Se podría discutir si los kamikazes eran suicidas. Morían voluntariamente, es cierto. Pero el fin de su accionar no era perder la vida. Era una consecuencia de un acto con un móvil superior. Una consecuencia, si bien ineludible, que los pilotos tenían presente pero que no gravitaba en su decisión.
Vía Infob